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jueves, 6 de septiembre de 2012

Europa vive un ataque sistemático al Estado de Bienestar construido esforzadamente desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial. Dudas sobre el nuevo rol de los EE.UU. ante los nuevos procesos latinoamericanos

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El lenguaje permite ver que las distancias abismales, a veces, son apenas unos pocos milímetros. En inglés, dos letras separan Estado de guerra (Warfare) del Estado de bienestar (Welfare). No sólo eso: el término Welfare surgió como contraposición de warfare, que lo precedía. Los escritos de los revolucionarios vietnamitas –un país que vivió siglos de guerras con China, antes de ser colonia de Francia y de la ocupación de Estados Unidos– siempre acentúan que la paz es ese tiempo que existe entre guerras. La lectura de lo que sucede en los países europeos es inquietante en muchos aspectos, entre otros, por la certeza de que la hegemonía del capital financiero tiene como propósito directo dinamitar lo que queda del Estado de bienestar.
El historiador inglés Eric Hobsbawm, en su Historia del siglo XX, tiene un capítulo llamado “Los años dorados”, que él delimita entre 1945 –el fin de la Segunda Guerra– y 1973 –la primera crisis del petróleo–, fueron de un crecimiento económico sin precedentes para ese continente. La reconstrucción europea fue literal: las grandes ciudades, especialmente sus centros industriales, estaban desechos. Los bombardeos que más dolían eran los que destruían acerías o usinas de leche. Debajo de los escombros, azorados, los europeos del este y el oeste dejaban más de 40 millones de muertos. Un número que superaba cualquier cálculo previo. Además, el frente se había mudado de los campos de batalla y las trincheras hacia las ciudades y los distritos fabriles. La ferocidad humana, en un santiamén, dejaba paso a la concordia, al trabajo y a la vida. Eso sí, el crecimiento económico tenía un escenario de guerra larvada. La tensión entre Estados Unidos y la Unión Soviética motivó a la primera potencia de Occidente a poner en marcha el ambicioso plan de financiar a la Europa Occidental para evitar el avance del comunismo. El conocido Plan Marshall fue el instrumento y debió su nombre al general George Marshall, quien fuera jefe de Estado Mayor de los Estados Unidos hasta el fin del conflicto.
Esos fueron los cimientos del Estado de bienestar. Así como la Inquisición española hacía construir iglesias sobre las demolidas mezquitas árabes, el Estado de bienestar era la continuación de la guerra por otros medios. Sin perjuicio de ello, los europeos vivieron una época excepcional. Más allá de las retóricas partidarias –desde conservadores hasta comunistas– todos partían de la base de que el Estado era el centro de la protección de los derechos sociales y también el motor de la economía. Además de la salud, la educación y las pensiones, el sector público ocupaba el centro en la comunicación (especialmente, las radios), la construcción de viviendas, el transporte y muchísimos sectores productivos. A fines de los años cincuentas, la desocupación promedio en Europa –según Hobsbawm– era del 1,5%. Para el sector privado –tanto de los inversionistas norteamericanos como de los capitalistas locales– se planteaba el paradigma de una economía mixta: el Estado planifica, gestiona y estimula la demanda mientras que los empresarios se manejan dentro de los límites del mercado.
Eso hubiera sido imposible si no se cambiaban ciertos paradigmas propios de los nacionalismos previos a la hecatombe de esa guerra. Por ejemplo, en 1945 no hubo impuestos a los vencidos al estilo del Pacto de Versalles de 1919 que sometía al Reino de Prusia a su desarticulación y al pago de fortísimas sumas de dinero a los vencedores. Además, comenzaron las regulaciones supranacionales en sectores estratégicos que fueron la semilla de la Unión Europea, como fue el caso de la Comunidad Europea del Acero y el Carbón, fomentada por alemanes y franceses que se habían disputado en dos guerras anteriores (la que terminó en 1870 y la Primera Guerra) las ricas regiones limítrofes de Alsacia y Lorena.
Este resurgimiento del capitalismo industrial, en palabras de Hobsbawn fue “en lo esencial, una especie de matrimonio entre el liberalismo económico y socialdemocracia, con implantes tanto delNew Deal norteamericano como de la planificación soviética”. En referencia a los fanáticos del mercado, el gran historiador inglés tiene una frase más que interesante: “Entre los años cuarentas y los setentas nadie hizo caso a esos guardianes de la fe”.
Algunos años después. El general Marshall tuvo la precaución de entregar los fondos de acuerdo al producto bruto per capita. El tema tiene muchas aristas pero, básicamente, podría decirse que cada país recibía los fondos de acuerdo a una cierta lógica de igualdad. Pasado más de medio siglo, la cara de Estados Unidos en Europa Occidental no es un plan público para apuntalar el Estado de bienestar, sino todo lo contrario. El largo brazo de Goldman Sachs llegó para destruir los vestigios del bienestar social.
Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, Mario Monti, presidente del Consejo Italiano, y Lucas Papademos, primer ministro griego, fueron ejecutivos de Goldman Sachs. Son las caras visibles de la ejecución meticulosa de los llamados recortes, que no es otra cosa que un rediseño del rol del Estado para los negocios de las multinacionales. Es cierto que Goldman Sachs participó de todas las maniobras de la burbuja hipotecaria de Estados Unidos y que no necesitó el apoyo del Tesoro norteamericano y eso dejó mejor parado a ese banco que a otros para promover figuras de las finanzas en lugares donde tradicionalmente hay dirigentes políticos o personas con trayectoria en el sector público. Pero, por otra parte, es preciso entender que el llamado “Capitalismo de casino” no se limita a las maniobras financieras de los bancos sino que expresa las políticas de las grandes multinacionales y también del Estado más poderoso de la Tierra; es decir, Estados Unidos. El avance desmesurado de los negocios financieros comenzó desde el fin de los años dorados y avanzó con las privatizaciones, que incluyeron en Europa a buena parte de los fondos de la seguridad social. A tono con ello, las empresas se convertían en un conglomerado de negocios financieros, de servicios, obras públicas o industriales, que captaban los ahorros de los fondos de pensión o de las personas físicas por vía bursátil o de los llamados derivados financieros.
Y aquí surgen dos aspectos sumamente inquietantes. El primero es que las decisiones empresariales se toman en “asambleas de accionistas”, que nada tienen que ver con la planificación del largo plazo ni con el bienestar social, sino que persiguen la optimización de la renta inmediata. El segundo es que los abultados pasivos de los Estados europeos son reducidos al lado del escandaloso déficit fiscal de Estados Unidos, principal árbitro de la crisis europea. Ya no es el país del Plan Marshall sino el de las reformas salvajes para destruir lo que ayudaron a levantar medio siglo atrás. Estados Unidos hoy afronta unas elecciones donde la fórmula republicana se presentó en público con barcos de guerra de fondo. Mitt Romney encontró en Paul Ryan la fórmula que podría asimilarse al Warfare. Basta detenerse en la prédica de su campaña. Pero tampoco podría afirmarse que Barack Obama, premio Nobel de la Paz 2010, tenga un discurso pacificador. Son los matices que, en años de Welfare, conviven con pragmatismo, y en tiempos de Warfare no disimulan su prepotencia.
Diálogo Sur Sur. América latina tiene una historia inseparable al dominio de Estados Unidos. Con golpes de Estado o con préstamos contingentes, el gigante del norte logró someter a los intereses de sus corporaciones privadas al riquísimo continente que se extiende al sur del Río Bravo. Hay que decirlo, sin recurrir a las formas coloniales de los viejos imperios europeos. Esto le da la gran ventaja de lograr por vía de la adhesión cultural y del mercado lo que otros imperios lograban sobre todo por vía administrativa y militar. Sin embargo, en la última década, un resurgir de las raíces soberanas, recorre estas tierras. Es cierto que ese proceso no se cristalizó en instituciones supranacionales de la solidez de los organismos europeo pero tampoco los procesos de ambas regiones son similares. Entre otras cosas porque no hubo rivalidades ni guerras entre vecinos de una magnitud considerable. Por el contrario, las cercanías y simpatías funcionan con bastante soltura. La última iniciativa del colombiano Juan Manuel Santos de iniciar un diálogo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (o lo que queda de ellas) incluye como actores centrales a la Venezuela de Chávez y a la Cuba de la Revolución. Un dato no menor para un país que, todavía, recibe fuertes sumas de dinero del Plan Colombia, un mecanismo de control militar norteamericano justificado en la “guerra a las drogas”. Es prematuro afirmar que haya una retirada táctica de Estados Unidos en lo que tradicionalmente llaman “patio trasero”. Lo que sí hay es un fortalecimiento de los lazos de los gobiernos democráticos de la región. Con un incremento de los precios internacionales de las materias primas que permiten mejorar las cuentas externas de los países y fondear proyectos productivos, de redes de infraestructura y planes sociales.
Hoy hay otros interlocutores. El multilateralismo es una realidad. Pese al predominio de Estados Unidos, pese a los riesgos reales de multiplicación de los conflictos provocados o potenciados por intereses imperiales, hoy los latinoamericanos tienen que rescatar la importancia del Estado de bienestar. Sin perder de vista que los laboratorios de los poderosos le extendieron el fin de sus días. Pero tampoco sin desconocer que los logros de otros años en otras latitudes son un estímulo. En la propia historia de las naciones de esta región del planeta, el Estado benefactor llegó a convertirse en un desafío a los intereses de las multinacionales. Por algo, las dictaduras militares y los gobiernos neoliberales de los noventas tuvieron como premisa terminar con esas políticas

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