laorejagigante

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viernes, 3 de noviembre de 2017

Por Alejandro Ippolito

La tristeza no resulta ser una buena consejera y tampoco se constituye en una musa confiable. Cuando invade las arterias es mejor buscar la calma hasta que el aire cambie y se acomode nuevamente la esperanza.
Por eso es que lo mejor será dejar de escribir por un buen tiempo, obedeciendo a la imagen que me inunda los sentidos y no me deja otra opción por el momento.
Resulta devastador comprender que se ha vivido un espejismo, que la ilusión de un país con inclusión y con una mirada más piadosa sobre los postergados es solo una falla de la historia, un error, un descuido que a veces, esporádicamente, nos hace pensar que es posible una realidad diferente que nos contemple a todos.
Pero no es cierto, en algún momento la bestia se sacude las pulgas y todo vuelve al orden establecido, el más conveniente, el del mundo para pocos que la humanidad civilizada y mercantil impone.
El reparto más equitativo es una quimera, una fuga en el sistema, un error de carga simplemente.
El país debe ser para unos pocos, porque el continente y el mundo entero son para pocos.
Los demás somos el relleno de las cosas, un apéndice de la vida que puede ser extirpado ante la menor molestia.
Por eso comprendo la alegría de un sector que vuelve a ser el dueño – o nunca dejó de serlo – de todo lo que existe sobre la tierra y bajo el cielo. Los que necesitan una grieta ancha, inabarcable, que marque muy bien las diferencias.
Esa misma grieta que se hizo visible en estos años no por su existencia sino porque parecía angostarse cada día más y había que detener el proceso que amenazaba con desaparecerla.
Ha sonado la campana anunciando el fin de este recreo, celebran felices los poderosos porque han demostrado que nada puede contra el tiempo y el dinero.
El capital es soberano, ángel y demonio según el caso, dios omnipresente con altares en los bancos.
Entender que uno ha quedado afuera de una fiesta que parecía interminable no es pesimismo, es haber aprendido a tener los ojos abiertos a pesar de cualquier consecuencia.
Cuando veo bailar al nuevo monigote de los poderes económicos concentrados su danza triunfal convulsiva y estrafalaria, cuando comprendo que hemos caído cien escalones en la dimensión de un estadista en favor de los mercados, cuando se distingue claramente quienes se lamentan y quienes se frotan las manos; es que resulta necesario detenerse en el vértigo que no conduce a otra cosa que al golpe seco y reiterado contra una realidad incomprensible y absurda.
Entonces, menos palabras volcadas al vacío y más reunión de voluntades sanas, de sintonía fina, de luchas similares, de abrazos concretos y menos virtuales. Más calle y mejor elección de las batallas.
Por ahora, me quedo con eso.

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